Para que el imperialismo norteamericano pueda, hoy en día, integrar para reinar en América Latina, fue necesario que ayer el Imperio británico contribuyera a dividirnos con los mismos fines. Un archipiélago de países, desconectados entre sí, nació como consecuencia de la frustración de nuestra unidad nacional. Cuando los pueblos en armas conquistaron la independencia, América Latina aparecía en el escenario histórico enlazada por las tradiciones comunes de sus diversas comarcas, exhibían una unidad territorial sin fisuras y hablaba fundamentalmente dos idiomas del mismo origen, el español y el portugués. Pero nos faltaba, como señala Trìas, una de las condiciones esenciales para construir una gran nación única: nos faltaba la comunidad económica.
Los polos de prosperidad que florecían para dar respuesta a las necesidades europeas de metales y alimentos no estaban vinculadas entre sí: las varillas del abanico tenían su vértice al otro lado del mar. Los hombres y capitales se desplazaban al vaivén de la suerte del oro o del azúcar, de la plata o del añil, y sólo los puertos y las capitales, sanguijuelas de las regiones productivas, tenían existencia permanente. América Latina nacía como un solo espacio en la imaginación y la esperanza de Simón Bolívar, José Artigas y José de San Martín, pero estaba rota de antemano por las deformaciones básicas del sistema colonial. Las oligarquías portuarias consolidaron, a través del comercio libre, esta estructura de fragmentación, que era su fuente de ganancias: aquellos traficantes ilustrados no podían incubar la unidad nacional que la burguesía encarnó en Europa y en Estados Unidos. Los ingleses, herederos de España y Portugal desde tiempo antes de la independencia, perfeccionaron esa estructura todo a lo largo del siglo pasado, por medio de las intrigas de guante blanco de los diplomáticos, la fuerza de extorsión de los banqueros y la capacidad de seducción de los comerciantes. “Para nosotros, la patria es América”, había proclamado Bolívar: la Gran Colombia se dividió en cinco países y el libertador murió derrotado: “Nunca seremos dichosos, ¡nunca!”, dijo el general Urdaneta. Traicionados por Buenos Aires, San Martín se despojó de las insignias del mando y Artigas, que llamaba americanos a sus soldados, se marchó a morir al solitario exilio del Paraguay: el Virreinato del Río de la Plata se había partido en cuatro. Francisco de Morazán, creador de la República federal de Centroamérica, murió fusilado, y la cintura de América se fragmentó en cinco pedazos a los que luego se sumaría Panamá, desprendida de Colombia por Teddy Roosevelt.
El resultado está a la vista: en la actualidad, cualquiera de las corporaciones multinacionales operan con mayor coherencia y sentido de unidad que este conjunto de islas que es América Latina, desgarrada por tantas fronteras y tantas incomunicaciones. ¿Qué integración pueden realizar, entre sí, países que ni siquiera se han integrado por dentro? Cada país padece hondas fracturas en su propio seno, agudas divisiones sociales y tensiones no resueltas entre sus bastos desiertos marginales y oasis urbanos. El drama se reproduce en escala regional. […]
Muy distinto destino se propusieron y conquistaron, por cierto, los Estados Unidos. Siete años después de su independencia, ya las trece colonias habían duplicado su superficie, que se extendió más allá de los Aleganios hasta las riberas del Mississippi, y cuatro años más tarde consagraron su unidad creando el mercado único. En 1803, compraron a Francia, por un precio ridículo, el territorio de Louisiana, con lo que volvieron a multiplicar por dos su territorio. Más tarde fue le turno de Florida y, a mediados de siglo, la invasión y amputación de medio México en nombre del “Destino manifiesto”. Después, la compra de Alaska, la usurpación de Hawaii, Puerto Rico, y las Filipinas. Las colonias se hicieron nación y la nación se hizo imperio, todo a lo largo de la puesta en práctica de objetivos claramente expresados y perseguidos desde los lejanos tiempos de los padres fundadores. Mientras el norte de América crecía, desarrollándose hacia adentro de sus fronteras en expansión, el sur, desarrollando hacia a fuera, estallaba en pedazos como una granada. […]
Es mucha la podredumbre para arrojar al fondo del mar en el camino de la reconstrucción de América Latina. Los despojados, los humillados, los malditos tienen, ellos sí, en sus manos, la tarea. La causa nacional latinoamericana es, ante todo, una causa social: para que América Latina, pueda nacer de nuevo, habrá que empezar por derribar a sus dueños, país por país. Se abren tiempos de rebelión y de cambio. Hay quienes creen que el destino descansan en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres.
“Las venas abiertas de América Latina”, Eduardo Galeano.
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